lunes, 10 de agosto de 2015

El día que volé sin miedo



Siempre tuve un miedo terrible a las alturas, pensar en un piso de cristal me daba náuseas instantáneamente, incluso asomarme por balcones o ventanas me mareaba; un día manejaba y sin querer me subí a un segundo piso, de esos que están de moda en la Ciudad de México, y me puse a llorar de la ansiedad. Era algo ilógico, que no sé de dónde viene, ni cuando empezó…

Hace poco, tomé la decisión de enfrentarlo y me subí a un globo aerostático:
(Léase con Erik Satie de fondo ww.youtube.com/watch?v=dtLHiou7anE)

Mientras me elevaba mi corazón latía muy fuerte, pero me sorprendió darme cuenta que no tenía miedo, lo que sentía era una inmensa alegría. Me gustaría poder describir toda la paz que sentía en ese momento, nada más existía a mí alrededor, no se sentía ni el viento, ni se oía ningún ruido. Comencé a llorar, porque no tuve otra manera de reaccionar ante lo que me había dado cuenta…

Mientras veía cómo nacía el sol y cientos de otros globos de colores llenaban el cielo, aprendí algo nuevo de mí. El miedo que tenía no era a las alturas en sí, era un miedo terrible a caerme y más precisamente, al dolor que sentiría al terminar de caer. Nunca había sentido lágrimas más íntimas como ese día, ni una emoción tan pasiva; ¡estaba volando y no tenía miedo!, por dentro estaba gritando de alegría, y por fuera sentía una serenidad absoluta.
Me di cuenta que ya había pasado lo peor hasta este momento de mi vida, ya había caído desde muy alto, ya había experimentado el dolor más intenso que he conocido; sin embargo no había muerto, ni me detuve por mucho tiempo… y ahora estaba ahí, casi levitando. Fue algo extraordinario.

Recuerdo que me sentía orgullosa de mi misma, algo que nunca en la vida había ocurrido antes. Me sentía en el centro de mi misma, más viva que antes, y sin pensar en planes concretos, estaba lista para seguir volando y aterrizar en cualquier otra parte del mundo. Estaba expectante de mi misma, pude ver el camino por el cuál caí, pude ver el proceso del sufrimiento, la agonía, la esperanza de recuperarme, el esfuerzo por seguir con mi vida, vi todo ese tiempo que me tomó llegar hasta perder el miedo. Vi mi vida entera mientras volaba, y me sentí orgullosa de haberla vivido. 

También entendí algo muy curioso; al emprender este viaje pensaba que iba a aprender sobre otras culturas, que la gente me enseñaría sus ideas y sus maneras, buscaba aportar al mundo un poco de mi ayuda, pero al final aprendí sobre mi misma. Me fui de viaje para al final encontrarme a mí misma en el mismo lugar donde siempre había estado, conmigo. 

Aun no sé mucho de la vida, pero mientras aprenda a volar para llegar más lejos, estoy dispuesta a vivirla.

sábado, 1 de agosto de 2015

El Museo de la Inocencia



“Los mejores museos convierten el tiempo en espacio…”

Ningún museo me ha hecho llorar antes, ninguno ha sido tan honesto, tan sencillo, tan vano como El Museo de la Inocencia. 

La mejor manera de hacer arte, quizá la única verdaderamente sincera, es convertir un objeto cualquiera en el centro de sí mismo; resaltar que tras haber tenido una vida llena de usos y fines prácticos, al final, sigue siendo un objeto simple, gastado, pero lleno de historia. Un cenicero por ejemplo, un cigarro que fumó por última vez una pareja antes de separarse, una mujer que tomó una decisión irreversible y tomó del vaso un trago de agua. Al final, el cenicero sigue siendo un utensilio, al igual que el vaso, pero verlos a ellos especialmente y otorgarles importancia porque fueron testigos y cómplices del tiempo de alguien, eso es tener conciencia de la vida…
 
Al final todos somos objetos utilizados, todos cumplimos deberes y perseguimos objetivos, y sin darnos cuenta, vamos acumulando cosas en el camino, vamos asociando momentos, sentimientos con olores, lugares con sabores y terminamos con un montón de cosas que nos ayudan a reconstruir nuestras memorias.

Yo por ejemplo, supe esto desde niña, inconscientemente claro; guardo desde los 7 años una caja con objetos: un cepillo de dientes para bebé, fotos de mi perro, cartas, ligas para el pelo, unos cigarros soviéticos de mi tío abuelo y las sortijas de casados de mis papás… Además, ¿qué pondría en mi Museo?

En mi Museo:

Mi primer uniforme de ballet manchado con helado de grosella
La carta que me dio mi papá cuando le dije que no podía ser bailarina
El retrato de mi tía abuela colgado en el cuarto de Moscú de mi abuelita
Un hieloko
Toda mi colección de puntas
Las herramientas de mi Papá Miguelito y si pudiera el olor de su casa, lo primero que recuerdo al llegar a México
Todos los libros de mis papás
Los aretes que me regaló Ale afuera del Auditorio Nacional (¿o fue del Flores Canelo?)
Los correos que me mandó a diario con canciones de los Smashing Pumpkins
Todos los CD´s de Placebo
Una bandita de pelo de Tadeo y la olla de barro de los frijoles
La ristra de ajos y chiles
La botella de cerveza que me tomé cuando conocí a Fabián en Topaz
El ultrasonido
A Blooney, por supuesto
Mi cuaderno de árabe
El collar que me dio Kubba
Un cuadro de Mark for Peace
La bandera de Palestina que me dio el Embajador
La nota que me dejó Beto en la casa de Selene después de la fiesta
Mis programas de las funciones
La caja de hilos y agujas de mi Babuska
El collar de Gala y la pelota de Cira
El calcetín que cargo de Michelle
Y por supuesto… el perrito de peluche idéntico al que tienen mi papá

Estoy tan feliz de poder atrapar los momentos así, a través de las palabras, de los objetos, de las lágrimas. No puedo ser más feliz de poder creer en el amor y de poder hacer de él una forma de vida. Estoy feliz de conocer a las mejores personas de este mundo y mantenerlas cerca, estoy feliz de saber dejar ir a aquellas que no son las mejores…